Bingen Durá
En este artículo me dispongo a narrar los sentimientos que se despertaron en mi primer viaje de cooperación. Mi misión en Wukro, al norte de Etiopía, consistió en lograr ciertos documentos necesarios para la realización de varios proyectos para la ONG IC-LI así como de coordinar un proyecto de desarrollo rural, recogiendo la información y documentación necesaria para pedir su financiación. Con este último desarrollé lo que fue mi proyecto de final de carrera.
Tomar la decisión de ir no fue difícil, era una gran oportunidad de viajar, conocer otras culturas y de ayudar a gente; por eso en esta fase inicial no tuve muchas dudas. Lo difícil fue compaginar el curso con la formación necesaria para realizar correctamente mi labor además de todos los preparativos del viaje: becas, vacunas, información del lugar, etc. Esto me produjo mucho estrés. Por suerte hubo gente cercana a mí que había estado en el mismo lugar consiguiendo tranquilizarme.
La sensación principal antes de llegar, era la incertidumbre. Por mucho que te cuenten no puedes hacerte una idea clara sobre lo que te vas a encontrar allí. También sentía miedo. Mi estancia no iba a ser larga, en total iba a estar 35 días; no obstante la distancia hasta Donostia era mucha y el tiempo empleado en llegar era mayor aún. Los principales fantasmas que hube de superar fueron el miedo a las enfermedades y al secuestro. Más tarde comprobé que realmente no había nada por lo que preocuparse, sobre todo por el segundo.
Una de las emociones que costará mucho tiempo borrarse de mi memoria, me asaltó en el avión hacia El Cairo. Me invadió un sentimiento de soledad enorme. Me sentí completamente solo. En mi ciudad dejaba atrás muchos planes veraniegos y muchos amigos de vacaciones; además, justo acababa de terminar los estudios quedándome sólo el proyecto de final de carrera que me disponía a hacer. A todo esto se unía que debía pernoctar en el aeropuerto de Addis Abeba, capital de Etiopía para al mediodía siguiente coger otro avión hacia Mekele, capital de Tigray, que es la provincia de Wukro. Por suerte conocí a gente que hizo más llevadera la espera al siguiente avión, además de otros españoles que también se dirigían al mismo destino en coches.
Cuando llegué a Mekele, Kahsay, Jefe del RDP (Rural Development Project), la contraparte local, ya estaba allí esperándome. A partir de ese momento todo mejoró progresivamente. Al llegar a Wukro me encontré un panorama espléndido, por un lado, un montón de niños jugando entre ellos, se me acercaron para ver al nuevo ”farengi“, nombre que le dan a los extranjeros. Por otro, un grupo de jóvenes vascas se encontraba cooperando y trabajando con los niños, esto hizo que en ningún momento más sintiese la terrible soledad que me asaltó en el avión. Además, Ángel Olaran, misionero por el cual mucha gente viaja allí, nos dio la oportunidad de visitar algunas de las casas en las que estaba trabajando con huérfanos, dándonos una grandísima oportunidad para conocer la realidad que tenían allí. Asimismo pudimos comprobar la excelente labor que está desempeñando ayudando a muchísima gente económica y psicológicamente.
La diferencia cultural y económica entre nuestro país y el de ellos es enorme. Culturalmente viven una vida más tranquila sin tanta prisa, esto hace que un europeo pierda los papeles fácilmente si pretende conseguir puntualidad. Del mismo modo, la forma de trabajo allí es completamente diferente. Muchas labores se desarrollan manualmente ya que la mano de obra es uno de los pocos recursos de los que se dispone. La gran mayoría de la gente es creyente. Muchos son ortodoxos aunque también hay otras religiones como el cristianismo y el islamismo. Económicamente, Etiopía es uno de los países más empobrecidos del mundo debido en gran parte a una guerra fronteriza con algunos de sus países vecinos: Eritrea y Somalia.
Sin ninguna duda, uno de los tesoros que descubrí en África fueron sus niños. Era grandioso ver como jugaban entre ellos y con nosotros, los” farengi”. Es realmente imposible no enamorarse de sus sonrisas, de sus travesuras, de su infinita espontaneidad. Es una maravilla verles jugar en la calle a cualquier hora del día y parte de la noche. Mires donde mires allí había un montón de niños reclamando tu atención y tu cariño. Es el gran recuerdo que me llevé de allí, algo que tardaré mucho tiempo en olvidar.
Por otro lado, los adultos de allí también estaban a la altura. Para mi fue increíble la hospitalidad recibida, algo inusual aquí, en la abundancia y algo normal allí, en la escasez. La verdad es que llegué a sentirme avergonzado cuando ofrecían lo poco que tenían a la hora de comer, e insistían una y otra vez para que cogiese más.
Mucha gente me dijo que un viaje así causa un antes y un después en la vida. No se hasta qué punto es cierto, lo que sí que es verdad es que ha sido una experiencia que tardaré mucho tiempo en olvidar y que me gustaría repetir en un futuro. Es sorprendente ver que con mucho menos se puede llegar a ser feliz. Por otra parte la idea que tienen sobre la comunidad es un concepto hermoso que les ha permitido sobrevivir en condiciones muy adversas. Siempre se piensa en el bien común, cada individuo aporta sus cualidades a la comunidad y ambos se benefician de este intercambio. Por conocer esos valores y por vivir semejantes experiencias realmente valió la pena esta semejante aventura.